Hipocresías literarias

Soy un lector modélico. No lo soy porque haya devorado todos y cada uno de los llamados «clásicos» que componen la literatura universal —algo que, por fortuna, no ha ocurrido ni ocurrirá nunca (lo que me permitirá seguir leyendo durante siglos)—, tampoco se debe a que pueda trazar en mi modesta biblioteca las fronteras (ilusorias) de los distintos campos del saber que la componen —y de lo que parece que muchos se sienten tremendamente orgullosos—; y ni que decir tiene que tampoco me pavoneo por las redes con la foto de rigor de lo último y más exitoso de las letras. No, mi simpleza llega hasta el punto de que me considero un buen lector por algo tan simple como puede ser adorar la lectura. Es así. La literatura (en su vertiente lectora) es una parte intrínseca de mi vida, y no me gustaría que fuese de otro modo. No me importa (como a muchos) de dónde vienen mis libros, qué autor adorna sus portadas, qué temas tratan, si tienen la misma altura que los demás o si comparten alguna semejanza cromática con sus celulosos vecinos. Y es que, cuando leo, lo único que me importa es lo que se encuentra grabado con tinta sobre las páginas —sea en formato tradicional o digital—; que su autor se asome a una pantalla graznando o se tire de un puente carece, para mí, de importancia. Tampoco me importa la nacionalidad de quien escribe, y tanto es así que puedo decir —no sin cierto sesgo de orgullo— que poseo un pequeño mapamundi de letras en el que están representados todos los continentes y casi todos los países (por desgracia no todos). Pero, como he dicho, no es coleccionismo, y tampoco se trata de un «hazte con todos»; leo porque vivir es leer (en mi caso) y porque considero que la labor más importante del aprendizaje pasa por esa humildad con la que el lector se asoma a la ventana de los libros.
Gracias a todo esto creo que puedo decir, sin temor a equivocarme, que los españoles somos unos hipócritas. Ya lo hemos demostrado en varios campos (como la política, el deporte... bueno, en casi todos, a decir verdad), pero en la literatura nos llevamos la palma. Somos tan incapaces de ver el deplorable sentido gañán de inferioridad que nos acomete que nos dedicamos a ensalzar estandartes desteñidos (enarbolándolos sin mucha convicción, todo sea dicho de paso) que poseen el mismo valor que el del papel mojado (o el de las letras cortocircuitadas). Porque, admitámoslo: nadie leería Canción de hielo y fuego si estampado sobre su cubierta se encontrase el nombre de Jorge Martín; del mismo modo que nadie leería o aclamaría las grandezas de Murakami o de Stephen King o de cualquiera de los becerros de oro que inundan las estanterías, las mentes y las redes, si grabado en su lomo se encontrase un nombre más afín (hablando deprisa y mal) a nuestro entorno. Somos así. Nos gusta más lo foráneo que lo autóctono, aunque muchas veces hagamos cosas igual de imponentes... Así que, como buenos hipócritas que somos, seguimos con esa tradición de elogiar todo lo que nos llega de fuera, despreciando lo que producimos y dedicando, con mucha modestia e insultando a aquel que no comparte, un mes al autor nativo —como quien celebra días puntuales en honor a matanzas y genocidios—.
Y no contentos con tanta desfachatez, sobrepasando el summum de todo cuanto abarca nuestra percepción sesgada de la realidad, nos delectamos con el plagiar, el copiar y el reproducir todo cuanto nos llega, como si nuestras ideas, nuestra identidad, fueran menos valiosas que esas otras que nos plantea el escritor extranjero. Nos hemos convertido, a nuestro pesar, en criaturas que consumen su propio detritus, sin darnos cuenta de que con cada asimilación, con cada expulsión, más diluida se encuentra la materia resultante, con menos materia a la que agarrarse. Así, quizá, en comparación, parezca que la mierda es menos mierda, pero temo que no sea este el caso.
Algunos, airados (que no airosos), dirán, presos de su ufanía, eso de que «leo lo que me gusta, si a ti no te agrada, no lo leas». Pero ¿es eso cierto? ¿Leemos lo que nos gusta? Muchas veces es así, no voy a ser yo el que desmienta algo tan obvio... Pero ¿qué pasa con todos esos lectores cuya compra no depende de sus gustos sino del hype que se crea alrededor de una obra/autor? ¿Es un libro mejor que otro porque su autor diga «soy gay» o porque se declare feminista o porque cree tantas polémicas en las redes que ya no sepas dónde termina una y empieza la siguiente? ¿Y los regalos de las editoriales, también podemos considerar que «gustan» solo porque alguien que recibe un beneficio diga que es «lo mejor que ha leído nunca»? ¿Y los anuncios excesivos a página completa del libro X y que representa el boom de la temporada según nos quiera vender una u otra editorial? ¿Realmente leemos lo que queremos?
Por poner un ejemplo (tan verídico como triste): recepción de una novela. Buena historia, grandes personajes, bien escrita... Dicho así, no debería haber problema con su publicación —o no lo habría si estuviésemos en un país normal—. Argumento uno de su rechazo: «Es demasiado larga, el público español no lee cosas de tanta extensión». No solo creemos que somos lectores mediocres, es que además los números dicen que es así... Y de poco sirve que uno se haya leído El Quijote tres veces, En busca del tiempo perdido o el teatro completo de Lope de Vega, la media es lo que cuenta y ahí... bueno, ahí perdemos todos —¡Bendita mercadería!—. Argumento dos de su rechazo: «Es una buena obra, pero deberíamos cambiar el título y el nombre del autor... poner algo más comercial... poner solo sus iniciales y anglicanizar su apellido». Lo dicho: Jorge Martín ni siquiera sería capaz de vender agua en Murcia. Ojo: esta historia, por inverosímil que pueda parecer, no es un hecho aislado, solo es una de las muchas que he tenido el dudoso placer de contemplar durante mis largas jornadas laborales.
Quizá por este motivo me veo en la tesitura de llamarnos hipócritas, tal vez no porque lo seamos realmente, sino porque me duele que algunos nos hayan convencido de que realmente lo somos.


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