No son pocas las veces que he hablado de lo
que representa el fanatismo en la literatura, de todo ese mal que engendran,
por lo menos en nuestro país. No quiero decir con esto que el movimiento «fan»
sea algo erróneo o dañino en sí mismo —como todos, yo también me puedo
considerar fan de algo o de alguien—, sino que las costumbres heredadas de
nuestra sociedad, que impulsan cierto tipo de comportamiento sectario y más o
menos descarnado, no son las mejores. Parece lícito que cuando nos gusta algo
debamos defenderlo a ultranza, sin mirar, ni siquiera por un momento, si lo que
estamos haciendo es anteponer nuestros gustos al de los demás, si estamos
decidiendo que porque una obra haya movido algo en nuestro interior ya es
superior a otras con una calidad más que notable. Hay que saber distinguir una
cosa de otra, tener un mínimo de criterio —como ya declaré con anterioridad— y
dejar de lado esta tendencia violenta que nos apalea día sí y día también.
Hay quien, tirando del refranero —fuente
inagotable de sabiduría y equívocos por partes iguales—, dirá que «para
gustos...», y siendo así, convirtiendo dicha frase en un argumento de autoridad
(que no es), otorgar un valor superlativo a su opinión. Nadie, o al menos nadie
en su sano juicio, puede decirle a otra persona «este libro tiene que gustarte más que este otro»,
simplemente porque las ideas, los momentos, los mensajes leídos en cada libro
difieren según el lector; siendo esto así, el ver los linchamientos públicos
llevados a cabo por ciertos grupos que ensalzan una obra y a sus autores como
si fuesen dioses... me resulta decadente. Me recuerda, con menos pompa y
circunstancia, a la tendencia de algunos emperadores de concederse a sí mismos
la condición divina, recibiendo el aplauso y la aceptación de todos los que le
rodeaban. Entiendo, porque llevo desde hace años viendo cómo ha ido
evolucionando y asentándose, carcomiendo nuestra mente y nuestra forma de ser, que
es una costumbre que se nos ha impuesto, que nos han dado como correcta porque
es lo que interesa. No voy a entrar en a quién debemos esta versión «mejorada»
de nuestro propio panem et circenses,
no creo que sea necesario hablar del pensamiento retrógrado o de la necesidad
de separar todo en dos bandos y en estigmatizar al oponente simplemente porque
no es de nuestra opinión... Todos sabemos de qué pie cojea nuestro país y,
aunque no queramos verlo, algo percibimos cuando leemos un libro de algún autor
patrio, cuando encendemos el televisor, cuando leemos un periódico... No somos
tontos aunque nos lo hagamos de vez en cuando, y distinguimos las manzanas
podridas aunque al final del día no las saquemos del barril. Ese es el
problema: nuestra aceptación y nuestra permisividad. Aceptamos que así son las
cosas y las dejamos correr —«las cosas siempre han sido así, cómo voy yo a
cambiarlas»—; consiguiendo que esa enfermedad contagiosa con la que nos han
infectado no haga más que propagarse.
Como se puede deducir al leer entre líneas,
no es un problema que solo afecte a la literatura. Estamos rodeados de
fanáticos cuya única función es, apoyados por el número y por el miedo a ser
excluidos del grupo, imponer su punto de vista, desmereciendo cualquier otra
opinión que no se amolde a sus gustos. Parece mentira que, conociendo el
fascismo como lo conocemos, que estudiando la historia como lo hacemos, sigamos
cayendo en esa utopía de «lo propio es bueno y lo ajeno malo», en esa parodia
de alienación desmedida... o tal vez ese sea precisamente el problema.
0 comentarios:
Publicar un comentario