La utopía de la autoedición




Cuando Tomás Moro publicó, a modo de crítica, su De optimo republicae statu deque nova insula Utopia, supongo que no imaginó que siglos después el nombre que daría a esa isla tan ficticia como ideal se desvirtualizaría hasta convertirse en un término tan extraño y, a la vez, tan dispar en sus —aparentes— funciones. Utopía, ese no-lugar (o ese idílico lugar) —regido por un magistrado sin pueblo (Ademo), que no posee muros (Amauroto) y cuyo río no lleva agua (Anhidro)—, se ha convertido en una coletilla fácil, en una etiqueta que muchas veces se confunde con su antónimo «distopía», pero que, en realidad, tiene muy poco que ver con ella (aparte de la derivación clara una de otra). Una utopía, atendiendo a su acepción actual, responde a una doctrina o sistema de difícil realización —ojo, difícil, no imposible, como muchos intentan inculcarle—; dicho esto, debemos tener en cuenta que no es la panacea, no es una fórmula mágica que solucione todo de golpe, es simplemente un fin al que tender, no exento de esfuerzo. Una vez aclarado esto, y teniendo en cuenta lo dicho, ya puedo hablar de la autoedición.
No son pocas las personas con las que me encuentro a diario que, hartas del panorama editorial, se lanzan a aventuras de dudoso éxito, amparados por los carteles brillantes y los (falsos) anuncios que claman que la autoedición es lo mejor que les ha pasado en la vida a autores que, en realidad, no lo están pasando tan bien tras la pantalla. Es normal. No les culpo. A todos nos gusta creer en nuestro propio El Dorado, en nuestro cuento de hada particular, pero, aunque nos autoengañemos, sabemos que nuestras fantasías no son reales. Con la autopublicación pasa lo mismo. No es una varita mágica que nos conceda el éxito instantáneo, ni es tan magnífica y prístina como nos lo quieren hacer ver. Imagino, y esto no es más que una suposición por mi parte —y por lo tanto puedo caer en el error—, que este bulo nació como respuesta automática de aquellos que en un principio lo intentaron, que abandonaron la edición tradicional para adentrarse en el mundo inexplorado de la autoedición. Muchas de estas personas primerizas —y después de varios años publicando sin descanso— han conseguido un nombre que es garante de su éxito, poseen un público fiel y han sabido ganarse a aquellos que pululan en las redes sociales; muchos, pero no todos. La gran mayoría que cambiaron de paradigma lo único que consiguieron fue ver su obra publicada (algo que no es moco de pavo, ojo), pero más allá de la satisfacción de la propia palabra escrita —y del desembolso de dinero, tengámoslo claro—, lo único que consiguieron fue una anécdota que contar a sus amigos y tener muchos ejemplares que regalar en fiestas, cumpleaños y comuniones. Esa es la triste verdad, la que muchos se niegan a ver, deslumbrados por el éxito de figuras internacionales cuya razón es de una entre un millón. Pero no todo es malo, ni mucho menos. Autopublicar te garantiza el control de tu propia obra, que no estará atada a ningún tipo de contrato o mala praxis (que las hay), permitiéndote elegir tanto la portada como el método de edición que más te guste, el formato, etc.; ¿pero qué más? No son pocos los que creen que un libro no es más que alguien que se parapeta detrás de un ordenador (o de toneladas de libretas) para escribir, que más allá de ello no hay nada; nada parecen saber de diseñadores, editores, correctores, distribuidores y demás entidades que conforman el panorama editorial tradicional, relegándolos a simples ejemplos anecdotarios, lejanos a la verdad que existe tras la publicación (y usados solo por los autores pro-editorial). Es un error muy extendido y, a mi entender, el mayor de todos —y ni que decir tiene que no soy amante de la política editorial de muchas de las empresas que se dedican a este negocio—. Un autor, como mínimo, necesita un corrector, alguien que le pare los pies y que le baje el ego de haber terminado su obra, que le diga qué está bien y qué no lo está, que ayude (ayudar, que un corrector tampoco es el genio de la botella) al autor a mejorar su obra, librándose de las inexactitudes inherentes a la propia emoción de escribir. Y esto es solo si queremos tener una pila de libros que regalar (o que ceder a la biblioteca de nuestro barrio o entregar a librerías de nuestra zona), porque muchas empresas de autoedición no de encargan de distribuir... y ese sí que es un agujero negro de dinero, con sus transportes sesgados, sus errores logísticos, sus tardanzas y devoluciones. Nadie sabe qué es el horror hasta que se ha enfrentado a una empresa de distribución de coste moderado —digo moderado, porque si bien muchos de estos problemas persisten con las grandes empresas, también el gasto es mucho mayor, y claro, presupongo, alardeando de mi ignorancia, que no somos de esos pocos ricos que existen en este país (básicamente porque ellos no tendrían problema para encontrar una editorial que los respalde)—.
Pero sigamos con las odiosas comparaciones: Imaginemos por un instante que hemos solucionado todos esos problemas, que hemos sido capaces de tragarnos nuestro propio orgullo «escritoril» y llegar a la conclusión de que nuestro texto tiene erratas que deben ser erradicadas, que nos hemos puesto, armados de neutralidad, a ese trabajo y que hemos conseguido un buen resultado; supongamos también que hemos encontrado la distribuidora de nuestros sueños y que además, debido a los diversos tutoriales que existen por la red, hemos editado nuestro libro y creado nuestra propia portada. Todo parece ir sobre ruedas, que el libro que tanto esfuerzo nos ha costado publicar tiene un próspero provenir... pero falta algo importante: los lectores. Algo que muchas personas ignoran es que un libro no se lee solo por la calidad del autor, es más, muchas veces la calidad carece de importancia; lo que verdaderamente importa es cómo se haya vendido dicha obra. Si el autor ya es alguien famoso (no escritor), la promoción es lo suficientemente fácil como para hacer gala de sutileza, si no lo es, si es un autor normal, entonces comienza la feria del bombo y platillo. Sin darnos cuenta, estamos siendo bombardeados constantemente con información, títulos y autores. Los vemos anunciados en la televisión, en enormes carteles —muchos de ellos que parecen haber sido sacados directamente del reich—, en anuncios de revistas y periódicos, en la radio... está por todas partes. No nos es raro leer (o escuchar) que el próximo libro de la autora «X» es «el más brillante de su carrera» (por lo general de un solo libro) o que hace «un despliegue sublime de su prosa» o incluso que nos «abofetea con la realidad» (por si os lo estabais preguntando, sí son ejemplos reales). También se nos hace común que el autor de éxito de turno escriba una frase motivacional sobre la faja (tira que ciñe el libro), diciendo lo maravilloso que es «X» o lo mucho que le ha gustado... incluso que es su libro de cabecera. Sin entrar en que si todas esas frases fuesen ciertas los autores no tendrían tiempo de escribir —y que tendrían que tener mesillas de noche del tamaño de un portaaviones para poder aguantar tanto libro (o varios kindle —o similares— para soportar tantos gigas), lo cierto es que la mayoría son pactadas por la editorial y sirven para que los muchos lectores del autor de éxito compren una obra de alguien que desconocen. Eso, que parece tan nimio, funciona, y son muchas las personas que se acercan a las librerías a comprar el último éxito anunciado sin saber siquiera quién es el autor o de qué va la obra (una vez me reí mucho al ver los ruborosos intentos de una librera por hacer entender a una agradable octogenaria el picante tema de la —por aquel entonces— trilogía que deseaba comprar, y de la que desconocía absolutamente todo). Ese despliegue de medios es inexistente en una autoedición, y aunque la empresa contratada diga que sí la van a hacer, suele ser mentira. La promoción, caerá entonces sobre la cabeza del autor, que, sin saber dónde se mete, cometerá el mayor error de todos: ponerse pesado. Quienes sigan a varios autores de este tipo en las redes sabrán de qué estoy hablando: los interminables tuits programados para salir cada pocas horas, los MD vendiéndote su obra o mandándote el enlace con la página de compra, los bot que aprovechan una palabra clave para enlazarte en una promoción del tipo «si te gusta la mermelada, disfrutarás de este libro». La gran mayoría de estos autores quizá no sepan que, pasados unas semanas, son silenciados, relegándolos al olvido más atroz debido a su pesadez... Y ni que decir tiene que tampoco es que consigan vender mucho de esa forma. Sin ir más lejos, no hace mucho, visitando una tienda de libros de segunda mano, encontré una tirada completa de un libro de uno de esos autores afamados, cuyas ventas son prodigiosas y alardean de lo bueno que es autopublicar... libros que el propio autor había llevado hasta allí porque no había podido darles salida (aunque en las redes hablase de su rotundo éxito).
No debemos, aunque sé que cuesta no deslumbrarse o seguir creyendo en los cuentos de hadas, dejarnos engañar, debemos conocer todos los datos antes de elegir cómo o con quién publicar, valorar los pros y los contras, y, por encima de todo, no dejarnos abrumar por el panorama tan negro que parece que tenemos encima.
 

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