En la entrada de ayer,
mientras explicaba —rápido y mal, todo sea dicho de paso— las fórmulas por las
que se rigen las editoriales, me di cuenta de que había mucho más que «rascar»
que esas pocas migajas que dejaba entrever. Como es obvio, no todo puede responder
a los movimientos de una moda siempre cambiante, a los caprichos de un mercado
que va y viene con una parsimonia cambiante o una celeridad caprichosa. Por
supuesto, aunque los cánones prodiguen ciertos aspectos, cada individuo tendrá
sus gustos, sabrá qué quiere y, con perdón de la expresión, se la soplará lo
que diga tal o cual estudio o lista. Esto, que en principio puede resultarnos
como el resquicio de una esperanza, en realidad no es más que la ilusión con la
que nos intentan vender la neutralidad de la cultura. No es raro que nos
encontremos con afirmaciones del tipo «Nosotros solo ofrecemos lo que la gente
pide» u «ofrecemos un amplio abanico de títulos y géneros»; pero si miramos de
cerca, si nos molestamos en escarbar un poco más allá de las pantallas gigantes
que anuncian las novedades, descubrimos que, en realidad, no solo ninguna de
las dos afirmaciones son ciertas, sino que ni siquiera se acercan a lo que es
la realidad.
Como
ya se ha comentado, la edición es un negocio, y como negocio es lícito que
intente vender sus productos. Esto, que puede ser más o menos cuestionable dado
que estamos hablando de un «objeto cultural», alcanza nuevas cotas al ver el
modo en el que lo hacen. Porque, si analizamos los números, en realidad las
editoriales sí que están dando a la gente lo que pide... o eso es lo que nos
hacen pensar. No, no se trata de una conspiración para corroer las pocas
neuronas que puedan albergar nuestros embotados cerebros, sino un recurso que
durante más de sesenta años ha estado presente en nuestra sociedad, dirigiéndonos
como corderitos destinados al matadero —ideológico en este caso—: la
propaganda. Los que crean que la propaganda solo funciona en momentos
puntuales, que es algo que solo se puede relacionar con la política o con
movimientos ideológicos aislados, o se engaña a sí mismo o simplemente no ve la
televisión con asiduidad. La «propaganda», cuyo fin no es otro que el de atraer
adeptos o compradores, está enraizada en nuestra sociedad, y nos resulta tan
normal el verla a diario, que apenas reparamos en su contenido o en el modo en
el que condiciona nuestros gustos para atraernos. No deseo entrar en los
distintos tipos o fórmulas que se emplean, la mayor parte ya conocidas —aunque
no por ello son reguladas o percibidas—, más que nada por falta de espacio,
pero sí que me gustaría dejar patente que los mismos mecanismos que se emplean
para vendernos un perfume, por ejemplo, se usan para hacernos más atractivos
ciertos títulos... que corresponden, misteriosamente con el nuevo boom editorial que está arrasando en el
resto del mundo (o casi).
Con
cada lanzamiento, las librerías cambian de color, los
estantes se aglutinan, las paredes se envuelven, y televisión y redes sociales
se llenan de anuncios en las que exaltan las maravillas de esa última
adquisición literaria. No importa que ese estudio que dice que ha sido «el más
vendido en UK» sea una tergiversación de la realidad, que sí, que puede que
durante una hora lo hubiese sido en el portal de Amazon, pero eso no le hace
ostentar el éxito con el que lo laurean. Una verdad a medias, como otras.
Tampoco dicen —¡bendito olvido!— que esos más de diez millones de ejemplares
vendidos se deben a los cerca de diez años que el libro lleva a la venta (y que
a veces ese «más», es en realidad un «casi» con muy amplio margen). Pequeñas
triquiñuelas que, a fin de cuentas, podemos perdonar, como perdonamos al niño
que, sin ningún tipo de maldad, tira una pelota y, accidentalmente, golpea una
ventana. Esas pequeñas cosas, aunque nos parezca mentira, influyen en la gente,
como también lo hacen las frases lapidarias del escritor de moda, líder de
ventas, que alega, sin ningún tipo de pudor «Me hizo estremecer» o «Se ha convertido
en mi libro de cabecera»... afirmaciones que, si bien podrían ser ciertas —y es
un gran salto de fe—, en su mayoría responden a una petición personal de la
editorial, en la que se especifica que no es necesario que se lea el libro. (La
otra explicación, por supuesto, es que sí se los lean, y eso explicaría por qué
George R. R. Martin no ha terminado su saga, viendo el número de libros con su
sello de aprobación que salen cada año). Pero claro, dicho esto, aún queda la
cuestión del individuo. Cada persona, con sus más y con sus menos, posee cierto
ápice de inteligencia que le hará saber lo que quiere o lo que le gusta (o por
lo menos eso espero), pero si eso es así, o estamos viviendo en un nuevo Siglo
de Oro o algo extraño pasa con las afirmaciones que se escurren por las redes.
Porque si cada libro es «el mejor libro que me he leído en mucho tiempo» y ese
estado cambia cada semana... o lees poco, o lees mucho, o estás mintiendo
(vale, tal vez, si empiezas con libros que sabes muy malos y no has leído nada
más en tu vida, puedas decir que es el mejor, e ir ampliando luego el
espectro... pero casualmente cada «mejor libro» es una novedad y eso es, cuando
menos, sospechoso, ¿no?).
Las
editoriales, como parte de la promoción, lo que hacen es saturar el mercado a
través de varios frentes. Lo primero que hacen es llenar estantes y estantes con el mismo
libro, atrayendo la atención del lector ocasional (y muchas veces la del
no-ocasional también); luego expone grandes pancartas con el anuncio de su salida
o haciendo un recuento inflado de sus ventas (obras extrajeras) o de sus
anteriores éxitos (válido para nacionales e internacionales); a su vez,
mientras las calles y las librerías se visten con el nuevo título, se van repartiendo
entre seguidores afines copias del mismo libro, lo que genera un estallido de
información y críticas positivas debido no a la maestría del autor, sino a dos
hechos importantes: el fanatismo de algunos y el deseo de seguir manteniendo un
flujo de libros gratis con el que alimentarse. Porque sí, aunque no se diga,
muchas de las grandes editoriales de este país, si reciben una mala crítica,
dejan de enviarte obras... algo que muchos reseñadores desean evitar a toda
costa. Toda esta información positiva, aunque sea por simple curiosidad,
termina atrayendo a muchos lectores, que «pican» y compran, cayendo luego en su
error... Pero si eso es así, ¿por qué siguen algunos autores vendiendo tanto si
son tan «malos»? Por la presión. Muchas personas creen que una obra que
consideran mala, en realidad no lo es, atendiendo al precepto de que «si todos
dicen que es buena, entonces es que debe serlo... quizá es que no la he
entendido». Cada uno sabe lo que le gusta, y la exaltación de la «masa» no
siempre es signo de que sea buena, sobre todo sabiendo que muchas de esas
lindezas responden al interés, tal y como ya se ha dicho.
Otro
de los factores importantes que influyen en las ventas, y que repercute
directamente en lo que leemos, es el hecho de que ciertos géneros han sido
considerados como «menores», por lo que su incidencia ha sido menor en el
mercado, llegando en ciertas épocas incluso a lo marginal. El ejemplo más claro
lo tenemos con el género fantástico (que recoge no solo la Fantasía, sino
también el Terror y la Ciencia Ficción), que en nuestro país, pese a tener muy
buenos exponentes, se consideraba «baja literatura», siendo muchas veces
despreciado por los críticos. Algo que, a raíz de ciertos éxitos, ha ido
cambiando, sumándose varias editoriales al carro de este género... lo que ha
llevado a las firmas tradicionales (que tenían casi el 100 % de títulos, y
publicaban lo que les venía en gana) a ponerse un poco las pilas para renovar
su fondo editorial. Obviamente, si el 80 % de lo publicado responde a un
criterio impuesto, será mucho más difícil para el lector específico encontrar
lecturas que sean de su agrado, por lo que, o lee lo que le ofrecen o, como
está ocurriendo actualmente, nos decidimos por empezar a leer en el idioma
original, abandonando esa especie de vendetta
entre géneros que existe en nuestro país.
Por
supuesto hay muchas cosas más, pero más o menos, con estas pequeñas pinceladas,
cualquiera puede darse cuenta de cómo se «manipula» la opinión en un intento
por favorecer las ventas. Porque sí, es importante que la gente lea, pero más
importante aún es que se lea lo que algunos quieren.
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